lunes, 1 de noviembre de 2010

La Pequeña Barbería de los Horrores

Hoy es el dia apropiado para rescatar este relato que hace un par de años inquietó a la chavalada de Sant Andreu... va dedicado a nineta84:

Hubo una temporada en la que cada viernes al salir de trabajar iba a comer a casa de mis padres y pasaba andando por la estrecha calle que une la plaça Orfila con la del Comerç. Justo allí, siempre estaba el mismo hombrecillo, que esperaba a que alguien pasara para ayudarle con su pequeño problema. 

“Va muy dura, ¿sabe? y yo sólo no puedo con ella” me decía mientras me señalaba la vieja persiana de su peluquería de caballeros. “No hay problema, hombre”, le decía yo, y entre los dos conseguíamos deslizarla hacia arriba, con gran ruido de chirridos metálicos y bufidos de esfuerzo. 

Al siguiente viernes, a la misma hora, volví a toparme con el peluquero. El hombre no parecía recordarme de la semana anterior y volvió a solicitar mi ayuda para aupar aquel monstruo gruñón. “Va muy dura, ¿sabe? y yo sólo no puedo con ella”, decía mostrándome una hilera de dientes que no supe si era una sonrisa de agradecimiento o consecuencia del esfuerzo realizado. 

Cada semana se repetía el ritual aperturista y a mí se me empezaba a agotar la paciencia. Me preguntaba por qué me tocaba a mí todos los viernes a mediodía. ¿Quién le abría por las mañanas? ¿Y el resto de los días? 

Un viernes, mientras nuestros rostros congestionados luchaban por levantar el pesado telón de acero, le sugerí que le vendría muy bien engrasar la dichosa persiana. Por un momento advertí un brillo de decepción en sus ojos, pero finalmente consiguió esbozar una sonrisa y dijo: “eso mismo es lo que haré, gracias por el consejo”. 

Yo empecé por cambiar mi ruta de los viernes. Me quedaba echando unas cervezas en el bar al salir del trabajo e incluso dejé de ir a ver a mis padres durante algunas semanas. Todo con tal de no tener que pasar por delante de la dichosa barbería. 

Ya había olvidado al hombre de la barbería cuando un día, sin darme cuenta volví a pasar por delante de ella. La persiana estaba bajada. Miré la hora y vi que ya deberían haber abierto. La verdad es tuve la repentina sensación de que algo no andaba bien y me fui a tomar algo en el Versalles. 

Mientras me sentaba junto a la barra y pedía una clara, le pregunté al camarero si la peluquería había cesado su actividad. El chico dio un respingo y, acercándose a mi mientras echaba miradas nerviosas a lado y lado, me dijo bajando la voz: “¿No lo había oído? Fue algo terrible, en el barrio todos estamos un poco trastornados por lo que ocurrió, pobre hombre”. Mi presentimiento empezaba a tornarse en algo desagradablemente real. “¿Le pasó algo al viejo barbero?”. 

El camarero se apoyó en la barra frente a mí y, bajando todavía un poco más la voz, me fue diciendo: “Ojalá no hubiera sufrido tanto. Yo, de haber sido él, me hubiera cortado el cuello con una de sus navajas de afeitar antes de sufrir tan largo tiempo. Claro que de haber sabido antes lo que le aguardaba, él también habría puesto fin a su sufrimiento. Lo que pasa es que durante mucho tiempo mantuvo la esperanza de ser salvado y cuando fue consciente de que eso no iba a suceder, ya no tuvo fuerzas para hacer lo que tenía que hacer. Parece mentira que éstas cosas pasen en un barrio como éste, estando rodeados de tanta gente”. Miró a través de los cristales, hacia aquella puerta metálica, ahora recubierta de graffitti.


“Un viernes por tarde, después de terminar con el último cliente, se quedó encerrado dentro de la barbería. Allí no hay teléfono y por supuesto no tenía teléfono móvil así que los vecinos suponen que estuvo aporreando la puerta varias horas, pero o nadie lo oyó o no le prestaron atención. El caso es que transcurrió el fin de semana sin que nadie lo echara en falta, pues no tenía familia ni amigos.

A la semana siguiente la gente debió pensar que estaría enfermo en casa o que simplemente se había tomado unos días de descanso. Al final un vecino preocupado insistió a la policía en que algo debía de pasar y, al no encontrarlo en casa fueron hacia la barbería. Entre cuatro bomberos consiguieron levantar la persiana, pues estaba muy deformada por un fuerte golpe y fue entonces cuando lo encontraron”. En este momento el camarero se encendió un cigarrillo. Observé que le temblaban ligeramente las manos. 

“Suponen que al principio sufrió un ataque de ansiedad, ya que nadie advertía sus golpes y sus gritos de auxilio. Dado que pasaban los días y no disponía más que de agua del grifo para subsistir, empezó a comerse el pelo que había recogido del suelo. Lo mezclaba con un poco de jabón para que lo pudiera tragar un poco mejor, sin asfixiarse. Cuando se acabó el de los clientes, empezó a cortarse su propio pelo. Y cuando también se le terminó, empezó a cortarse tiras de su propia piel para subsistir. Lo más notable es que era tan hábil con la navaja que evitaba producirse grandes hemorragias. Con la colonia se curaba las heridas y se emborrachaba para mitigar el dolor. Finalmente su organismo no pudo aguantar más y se colapsó. En el momento de encontrarlo se había comido la mitad de su propia carne, no era más que una carcasa sanguinolenta”. 

Mi cerveza estaba a medias y aunque no se me hubiera calentado, ya no me quedaban ganas de seguir bebiendo. “Es algo espeluznante, y realmente una mala suerte quedarse encerrado, lo que no entiendo es cómo”, le dije al camarero. 

“El cómo lo descubrieron enseguida. Los carriles de la persiana estaban demasiado bien engrasados y ésta cayó prácticamente sola. El resto ya lo conoce. ¿Le pongo otra?”

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Escribe aquí tu comentario. Sé donde vives y dónde trabajas!