-¿Recuerda cómo era el asaltante?
-Perfectamente.
-Descríbalo para que el sargento pueda rellenar el informe, haga el favor.
-El autor del oprobio era un hombre enteco, para nada apolíneo. De rostro enjuto y aspecto sibilino. Braquicéfalo. Con una protuberancia entre el occipucio y la cerviz, por cierto. Arcos ciliares prominentes, enmarcando un par de ojos glaucos de mirada oblicua. Pelo crespo y bermejo. Barba hirsuta, tez nívea, gesto adusto y expresión hosca. Manos sarmentosas. Belfos carnosos. Lacónico y taciturno. Ducho en el latrocinio, de eso no me cabe la menor duda, puesto que tenía tatuada una azagaya a la altura de los metacarpianos . ¿Lo atraparán, verdad?
-No se preocupe, señora. Déjelo en nuestras manos. Gracias a su declaración detendremos pronto a ese sujeto.
El comisario acompañó a la mujer hasta la salida de su oficina y, mientras cerraba la puerta, le preguntó al sargento:
-¿Has entendido algo de lo que ha dicho ésta?
-Ni media, jefe.
-Pues bájate al calabozo, mira a ver si tenemos algún habitual allí metido y ponlo fino hasta que confiese los hechos.
-Pero jefe…
-¡Ni peros ni peras! ¿O es que quieres pasarte lo que queda de tarde consultando la enciclopedia?
-Quite, quite, ya bajo a endosarle el muerto al primero que pille. Que ya lo decía mi madre: “Lavarle la cabeza al burro, es perder el tiempo y el jabón”.
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